sábado, 14 de diciembre de 2013

Venceréis, pero no convenceréis





El día 12 de octubre de 1936, día de la fiesta nacional, tiene lugar en la Universidad de Salamanca, una de las más insignes y prestigiosas de nuestro país, la celebración de un acto de exaltación patriótica, aderezado con un amplio repertorio de simbología fascista y rituales patrioteros.
En este ambiente mesiánico se va a producir uno de los discursos más elocuentes, bellos, sinceros, pero a la vez agridulces, de la historia de España en el siglo XX. Su protagonista no podía ser otro que Miguel de Unamuno, uno de los más destacados intelectuales españoles del pasado siglo.
El paraninfo de la Universidad de Salamanca será testigo ese día de apasionados discursos patrióticos, de exaltación de la raza hispana y del fascismo, así como violentas diatribas contra Euskadi y Catalunya. Unamuno. Como rector de la Universidad, presidía el acto, acompañado de insignes personalidades como Carmen Polo, esposa de Franco, el cardenal catalán Enrique Plá y Deniel y el fundador de la Legión, José Millán-Astray.
Unamuno había apoyado en principio la II República y había sido uno de los principales defensores de su advenimiento. Hombre moderado y liberal, pretendía que su país viviese en verdadera paz, libertad y progreso,  pero pronto su apoyo inicial se torna en desengaño y se muestra muy crítico ante la reforma agraria, la clase política, la política religiosa y la violencia callejera. Cree ver en los sublevados un intento autoritario de evitar la deriva de la nación, ve en ellos adalides de la civilización occidental, cristiana y europea a la que él aspiraba. Pero la brutal represión que pronto se cierne sobre la provincia de Salamanca y España entera le hacen de nuevo recapacitar y mostrarse extremadamente disgustado ante la situación crítica que España está padeciendo.
Así, tras los discursos iniciales, Unamuno exige la palabra y se levanta para hablar. En los minutos siguientes, el Paraninfo de la Universidad de Salamanca tendrá el privilegio de acoger uno de los más lúcidos discursos del siglo XX en España, que reproducimos a continuación: 


Todos estáis pendientes de mis palabras y todos me conocéis y me sabéis incapaz de callar… Callar significa a veces mentir, porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia. Yo no podría sobrevivir al divorcio entre mi conciencia y mi palabra. Seré breve y la verdad es más verdad cuando se expone desnuda. Quisiera, pues, comentar el discurso, por llamarlo de algún modo, del general Millán Astray… Dejemos aparte el insulto personal que supone la repentina explosión de ofensas contra vascos y catalanes. Yo nací en Bilbao, en medio de los bombardeos de la segunda guerra carlista. Luego me casé con esta ciudad de Salamanca, tan querida, pero jamás he olvidado mi ciudad natal. El obispo –y señaló a Pla y Daniel-, quiéralo o no, es catalán, nacido en Barcelona… Acabo de oír el grito necrófilo y carente de sentido de ¡Viva la Muerte! Me suena lo mismo que ¡Muera la Vida! Y yo, que he pasado la vida creando paradojas, he de deciros, como autoridad en la materia, que esa ridícula paradoja me repugna. El general Millán Astray es inválido. No es preciso decirlo en tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fuer Cervantes. Desgraciadamente hay demasiados inválidos en España. Y pronto habrá muchos más. Me aterra pensar que el general Millán Astray pueda dictar normas de psicología de masas. Un inválido que carezca de grandeza espiritual de Cervantes, que era simplemente un hombre, y no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como digo, que carezca de esa superioridad de espíritu, suele sentirse aliviado viendo como se multiplica el número de mutilados alrededor de él.

Un discurso de gran calado emocional, pero no precisamente ante el público más dispuesto a admitirlo. Millán-Astray se levanta entonces para interrumpirle y gritar ¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la Muerte! Ante la dureza que adquiría la situación, José María Pemán le corrigió señalando: ¡No! ¡Mueran los falsos intelectuales! Pero Unamuno no se amilanó ante estas furibundas críticas y continuó con su discurso:

Estamos en el templo de la inteligencia y yo soy aquí su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Y ahora os digo: venceréis pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: la razón y el derecho en la lucha. Me parece inútil deciros que penséis en España. He dicho.

Tras la intervención, un público encolerizado estaba dispuesto a lincharle. Pero la rápida intervención del cardenal Plá y de Carmen Polo, al protegerle de la turba y llevarle hacía un automóvil le salvaron de un destino fatal. Unamuno sería inmediatamente destituido de su puesto en el rectorado y condenado a arresto domiciliario.
En el mes de noviembre afirmaría pesimista:

La barbarie es unánime. Es el régimen de terror por las dos partes. España está asustada de sí misma, horrorizada. Ha brotado la lepra católica y anticatólica. Aúllan y piden sangre los hunos y los hotros. Y aquí está mi pobre España, se está desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo...

Moriría el último día de aquel triste año en el que daba comienzo una nueva contienda civil en nuestra patria. Unamuno quería que el país se subiera al tren del progreso de una vez por todas (intentó aleccionarnos con su famosa frase !Qué inventen ellos!), pero ante la falta de apoyo a su apuesta por el progreso de España, murió en su casa en una triste noche de diciembre, quizá, como dijo Machado, víctima de si mísmo.



 

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